Por Daniela Arroio.
Ayer desperté y la casa había cobrado vida. La madrugada suele ser el momento más silencioso del día, pero esta vez no: la casa respiraba, tranquila y constante. Genial, día 102 del confinamiento y la casa empieza a respirar. ¡Gracias, Ítalo Calvino! Lo que me faltaba.
Primero lo desperté a Él, le dije que escuchara, es especialista en reconocer los sonidos más extraños del mundo, así que en menos de un segundo dijo: la casa está respirando. Después la despertamos a Ella, la grande, se tardó un poco más en reconocerlo, recorrió los cuartos, la sala, el estudio, la cocina y regresó corriendo: ¡es cierto, la casa respira! Por último, fuimos a despertar a la pequeña, para no asustarla abrimos lentamente la puerta de su cuarto, estaba con los ojos bien abiertos y reía sin parar, parecía que el vaivén de la respiración del hogar le hacía cosquillas.
Él y yo, que somos los adultos y tenemos esta enorme e impuesta responsabilidad de explicarle el mundo a lxs más pequeñxs, con una falsa seguridad dijimos:
- Son cosas que les pasan a las casas viejas, después de un tiempo cobran vida y empiezan a respirar.
Ella, la grande, que siempre tiene respuestas más acertadas que las nuestras, dijo:
- La casa de la abuela es más vieja y no respira. Y las pirámides no respiran, y sí que son viejas.
Él y yo nos miramos pidiendo auxilio. Respondimos al mismo tiempo cosas absolutamente absurdas.
- Tal vez no sea por lo vieja, o quizá no les pasa a todas las casas viejas, o tal vez son temblores pequeños, ya saben que vivimos en una ciudad que…
- La casa respira porque estamos todo el día aquí -, dijo la grande entendiendo todo y preocupándose por nada.
La pequeña siguió deleitándose con el vaivén de la respiración que sutilmente movía los cuadros de la pared. Y sin pensarlo mucho las dos se pusieron a jugar, con la enorme capacidad que tienen lxs niñxs de habitar el presente.
Collage hecho por la más grande, la pequeña, él y la autora.
Recorrí los cuartos, regué el jardín, hice la comida, intenté trabajar… Y el día fue sucediendo, como han sucedido todos los días desde que nos dijeron: #quedateencasa, #quedateencasa, #quedateencasa. Y entonces, dejándome llevar por la inhalación y exhalación de la morada, lo entendí todo:
Por las mañanas la casa se transforma en escuela; Ella, la grande, se sienta frente a la computadora e intenta aprender con videos y clases (que se entrecortan por la mala señal) la diferencia entre los ángulos rectos, agudos y obtusos. La pequeña juega a ser maestra y luego a ser su amiga Gala o su amigo Kai: hace que toda la familia nos sentemos en sillas pequeñas, cantemos canciones y compartamos el lunch. Después la casa se convierte en un parque y los sillones en resbaladillas, el comedor es una casita y el pasto una selva amazónica con anacondas y changos. La cochera se vuelve una avenida, construimos autos con cajas, trenes con maderas viejas y damos vueltas en el triciclo como si recorriéramos las calles de la ciudad. Los muñecos se vuelven personas y las saludamos, les damos de comer, las curamos y las dormimos. El sillón también es el lugar de la terapia, donde lloramos cuando estamos hartxs, cansadxs, desesperadxs o tristes, y la persona que está cerca nos intenta consolar con palabras o paletas de chocolate. La cocina se transforma en un ecléctico restaurante, que entre tutoriales e inventos pasa por la comida china, italiana, francesa y por el festival de postres. Obviamente cada tanto se transforma en un restaurante desastroso, donde la falta de sazón y presentación de los platillos obliga a los comensales a tragar cada bocado con una falsa sonrisa seguida de varios tragos de agua.
Nuestra casa empezó a respirar porque se convirtió en el mundo, un mundo que respira. Con escuela, parque, calles, restaurantes, sesiones de terapia y personas. Un mundo que extraña al mundo.
Y aunque diario nos quejamos de las reuniones en zoom, de las clases en línea, del dinero, de que tú no lavaste hoy pero yo cociné ayer, de que no tendiste la cama y dejaste la ropa tirada, de que estoy aburrida, que ya no vean la tele y se ponga a hacer “algo”, el pasto está muy largo, es el tercer vaso que rompo en la semana, yo doblé la ropa pero está arrugada, se me olvidó pagar la luz, quiero jugar con alguien de mi edad, no te vayas, quiero dormir en tu cama, abre otra botella de vino, pero es la última, pero no importa, pero, pero, pero... Aunque eso también nos pase todos los días y no sepamos cuándo vamos a poder salir de aquí, por ahora Él, la más grande, la pequeña y yo, vivimos en una casa que respira.
Daniela Arroio. Creadora escénica egresada del Colegio de Literatura Dramática y Teatro de la UNAM. Es investigadora, co directora y actriz de la compañía de teatro Proyecto Perla, especializada en jóvenes audiencias. Coescritora y codirectora con Micaela Gramajo de Cosas pequeñas y extraordinarias y Eli y Lava; coescritora (con Enrique Olmos de Ita) y directora de Virgo: espectáculo para hormonas ávidas. Como actriz ha participado en más de 30 puestas en escena presentando su trabajo nacional e internacionalmente. Daniela ha colaborado con Teatro Entre 2 en el espectáculo en bicicleta Tragedia Sobre Ruedas, un espectáculo sin frenos.
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