Por Misael Garrido.
Fuimos al mar en las vacaciones. Para ese momento ya habían pasado tres años desde el día en que durante el desayuno me miraste y dijiste “todo me provoca tristeza”. Pensé que era un chiste y me reí. Te habían declarado incompetente para la vida. No podías trabajar, ni cuidar de ti mismo. Después de tu colapso nervioso en la oficina, vivir y habitar un cuerpo que envejece se había transformado en una tremenda incomodidad para ti.
Rentamos una mínima habitación en el Hotel Paraíso, que más que hotel era un garaje, más que garaje, una maqueta de paredes delgadas, pero tapiz acogedor; el suelo estaba completamente alfombrado; las cortinas eran densas, pesadas y apenas dejaban pasar un poco de luz que dibujaba ángulos empolvados en las esquinas. Desde el hotel no se veían el mar, ni la arena, ni los vendedores ambulantes. Había que caminar más de veinte minutos entre calles aceitosas y bachadas para llegar a la playa, y a ti, en esa época, ya no te gustaba caminar; ya no te gustaba casi nada. Estar ahí daba la impresión de no estar en ningún lugar o estar en cualquiera. La recepcionista se llamaba Wendy era amable como casi nadie. La suya era, a todas luces, una amabilidad inventada, como si ser atenta fuera un pasatiempo, como si hubiera que construirse una felicidad para decir que se tiene algo en este mundo. Aunque el hotel era un agujero gris, Wendy nos recibió con una sonrisa grande y una tonadita en la voz que a veces todavía recuerdo. “Bienvenidos al Paraíso, ¿habitación para dos?, ¿cuántos días?, por este lado por favor”. Era una de esas personas que pasan toda una vida siendo jóvenes y de repente un día, sin previo aviso, envejecen de golpe. Wendy olía a vaselina, tenía las manos suaves y la mirada distraída. Era una mujer frágil que había aprendido a sobrellevar el paso del tiempo desde el mostrador de ese hotel. Nunca la imaginé existiendo en ningún otro lugar.
Viajamos con apenas las cosas necesarias y pocos cambios de ropa. No sabíamos cuánto tiempo iba a durar el viaje, pero tampoco queríamos cargar de más. Pensaba que el mar nos devolvería un pedazo de la vida que se nos quedó atorada en la garganta. No hablamos al salir de casa, no hablamos en el coche ni en el pasillo del hotel. En la habitación apenas dijimos un par de cosas. Tú estabas muy triste y yo me sentía sola. Pusimos las maletas sobre la cama; los cepillos en el porta cepillos; los aparatos en el buró y los zapatos en el ropero. Nos separamos el resto del día, y la verdad ya no recuerdo si nos dimos un beso de despedida aquella vez. Yo visité el centro y algunos bares para darte celos o para ver si mi ausencia te causaba algo, lo que fuera. Quería provocarte. No estaba enojada, sólo te guardaba rencor por el silencio que habías construido para mí desde tu colapso. Ese día no tuve suerte y volví a la habitación antes del anochecer. Tú pasaste el día mirando la ventana, entre los anuncios luminosos y papelerías de domingo, viste el fantasma del mar
como una bruma azul que cubría el horizonte sólo para ti, y tuviste miedo de la muerte. Pero más que miedo fue vértigo; más que vértigo, fue deseo. Quisiste ser un fantasma y quedarte en esa habitación para observar a los amantes y a los jóvenes empresarios que en el futuro ocuparan nuestras sabanas. Pensabas que la muerte era un desvanecimiento rápido, insignificante e irreversible; algo que podría fácilmente pasarse por alto. Te daba miedo la sensación de caer por error, cualquier día en ella y darte cuenta mucho tiempo después de que finalmente habías muerto. Entonces no era la muerte lo que te daba miedo, sino la sensación de no saber qué iba a ser de tu pobre fantasma cuando tu cuerpo finalmente lo dejara libre. Ese día empezaste a poner atención al entorno; a los espacios en el espacio; los vacíos inhabitados entre objetos inanimados; la estela invisible que aparece entre las cosas y la mirada que se tiene de ellas. “El mundo es excesivo y la existencia, dolorosa. Vale la pena poner atención a pocas cosas y hacer de ellas un palacio; ignorarlo casi todo y sólo apreciar lo singular”, me dijiste, y algo en tu manera de hablar me hizo pensar que eso también era un chiste, pero no me reí, por si acaso.
Qué pena, yo me había enamorado de ti porque pensé que eras comiquísimo. Mucho tiempo después entendí que sólo era tu manera de llorar que yo confundía con tu manera de reír. Y tú pensando que me reía de tu llanto. Qué difícil es convivir con la gente que llora como ríe y ríe casi nunca.
Pasaste noches enteras en silencio y sin dormir; mirabas las esquinas con codicia, querías habitarlas y hacerlas tu mansión. A la mañana dormitabas bajo los muebles, a veces pienso que llorabas o reías en susurro. Los primeros días traté de sacarte de ese agujero, pero me cansé demasiado pronto, entonces decidí seguir sola. Buscaba el amor en los karaokes de la madrugada y durante el día me mojaba los pies en el mar, y me dejaba mirar por los niños precoces y enclenques; sorbía sonoramente los popotes de las malteadas y las margaritas. Usaba gafas de sol y bañador con estampado tropical incluso de noche; incluso en enero; incluso en soledad. En los momentos de silencio yo también buscaba el fantasma del mar para entender algo de lo que tú habías entendido aquel día, pero el espectro nunca apareció para mí.
Alargamos la estancia por tiempo indefinido. Tú no querías volver a la ciudad y yo quería enamorarme en la playa de un joven australiano, aunque las olas nunca fueron de surfear. Vendimos el coche a una familia de mandriles que desde hace un tiempo habían estado viviendo en él, vendimos el departamento de la ciudad y vendimos las maletas con la ropa que no fuera de playa. Wendy nos dijo que si permanecíamos en silencio podríamos quedarnos allí por siempre y que ella no diría nada. Incluso podría pasarnos las sobras de sus desayunos por debajo de la puerta. Para ella nosotros éramos sus mascotas secretas.
Cuando tocaba compartir momentos de silencio en la habitación, aprovechaba para buscar en tus ojos algo que se pareciera a tu antiguo tú, pero ya te había perdido hace tiempo; entonces te hablaba de mis conquistas fallidas, y sólo en esos momentos tus ojos se llenaban de dulzura. Entendí que me habías soltado definitivamente, pero al mismo tiempo me sentí acompañada; te sentí cerca y cálido desde nuestras soledades. Tú me hablabas de los fantasmas de las cosas. Dijiste que todo dejaba atrás un fantasma y que no todos los fantasmas duraban lo mismo; el fantasma del mar, por ejemplo, es infinito y se confunde a veces con el propio mar; el fantasma de las aceras sobrevive mucho tiempo y la gente puede andar las calles sin notar que la acera ha muerto y que sólo queda su fantasma; el fantasma de las palabras dura demasiado poco, pero el fantasma del fantasma de las palabras, dura muchísimo. Yo te escuchaba y te creía todo, aunque no lo comprendía.
A los meses, la habitación se transformó en una madriguera caótica, pero hogareña, tú te volviste un reptil de los rincones. Yo te amaba todavía, pero también quería que alguien me amara a mí. Visitaba los Karaokes con mucha más frecuencia y Wendy me acompañaba algunas veces. Ella también estaba buscando el amor. Para ese momento, al tenerla cada vez más cerca, noté ya las grietas del paso del tiempo en su rostro. Pienso que había decidido salir del hotel por miedo a desaparecer sin haberse enamorado nunca.
Una noche canté una estrofa de la canción de nuestra boda:
“The world is
A bad place
A bad place
A terrible place to live
Oh, but I don't want to die”
Conocimos a un Bradley y a un Jonathan que quedaron cautivados por mi voz, los quise y les dije que eran mis amorcitos, pero que tú eras mi amor amor. Jonathan tuvo celos de ti y me dijo que si lo amaba, tenía que abandonarte, yo le dije que no, y un día, tratando de impresionarme, se tiró al mar con zapatos de concreto. Me impresionó. Bradley se quedó conmigo y a veces me preguntaba por ti; yo le decía la verdad: que estabas buscando tu lugar en el mundo y tratando de entender a los fantasmas; él decía “bien por él”.
Cuando Wendy se enteró de la muerte de Jonathan, envejeció de golpe, me culpó y me guardó rencor, pero no nos corrió de la habitación. Yo no sabía que Wendy estaba enamorada de él; ella siempre había sido silenciosa y cómoda. Le dije que no fue mi culpa; le dije que esta vida requiere valor. Su maquillaje se quebró, sus manos se hicieron grietas suplicantes y sus ojos se perdieron en las alfombras del hotel. Me sentí muy mal por ella, pero no fue mi culpa.
Un día me dijiste que después de meditarlo durante meses, habías decidido que lo mejor que podías hacer por tu pobre fantasma, era sacártelo del cuerpo y dejarlo regado por la habitación del Hotel Paraíso, para que en el futuro, cuando llegaran los amantes y los jóvenes empresarios, tu fantasma estuviera ahí y lo viera todo como a la distancia, como con la melancolía de las vidas ajenas. Para ti esto era como un alumbramiento. Yo te escuché con mucha atención y como sonabas tan contento, me sentí feliz por ti; porque a pesar de todo tú eres mi amor amor.
Para ese entonces el hotel cerraba sus puertas de manera definitiva. Wendy, que nunca me perdonó por lo de Jonathan, se fue lejos, a morir a casa de sus padres. Se olvidó de nosotros y nos dejó en soledad. Esa fue su pequeña venganza, el abandono.
Entonces, ya con el hotel vacío, hicimos los recorridos nocturnos por las esquinas y rincones para que tu fantasma, como un virus, se impregnara en la materialidad del espacio; para que se acostumbrara a pertenecer a algo más que a tu cuerpo antiguo. Cuando me pedías privacidad, te la daba. Cuando necesitabas ayuda, te ayudaba. Bradley se mudó a nuestra habitación para acompañarme en este proceso y a veces velaba con nosotros en las noches de vela y cenaba en las cenas amistosas.
Un día empecé a extrañarte anticipadamente, porque me había acostumbrado a tu soledad y a tu silencio. Ya no quería solo mi soledad ni mi silencio; de repente ya no quería que te sacaras el fantasma, aunque sabía que eso era lo único que te daría un poco de paz.
Lloré y tú me abrazaste por primera vez en mucho tiempo. Me dijiste “el día que mi fantasma se me salga, me voy a sentar frente a él y le voy a contar los secretos que a ti más te gustan, los chistes que a ti más te gustan, los cuentos que a ti más te gustan. Le voy a enseñar a bailar tus canciones favoritas”.
Comías tan poco que tu presencia se volvió levísima, tu voz era un susurro que daba paz y sopor. Cuando ya no pudiste andar por tu cuenta Bradley y yo te llevamos en hombros. Hicimos las excursiones nocturnas usando sólo una sábana ligera que nos cubría a los tres para que tu fantasma se acostumbrara a la transparencia de las cosas; íbamos a pasos muy, pero muy chiquitos. En los rincones favoritos pasamos más tiempo para que tu fantasma aprendiera de las cosas lindas. Hiciste de la existencia un suavísimo susurro; te volviste un espectador silencioso de tu silenciosa vida. Cuando pasaba mis noches con Bradley tú nos observabas oculto tras el quicio de la puerta. En esa época fui feliz como nunca lo he sido en mi vida, yo te amaba a ti y había encontrado a alguien que me amaba a mí. Fue un sueño.
Bradley murió de escorbuto y antes de morir, cuando ya sabíamos de lo inevitable, le
organizamos una fiesta de despedida. A medianoche, poco antes de su muerte, le cantaste
Las mañanitas con un aliento bello y transparente.
Los últimos días fueron un velorio prolongado; estuvimos en cama, solos y agazapados. Estaba triste, pero me sentía amada. Nunca te lo dije, pero una de esas noches salí al estacionamiento y una bruma azul me rodeó en un abrazo tiernísimo. Era el fantasma del mar que venía a visitarte.
Finalmente un día despertaste con resfriado que te volvió pálido y yo temí por tu vida. Te preparé un té de jengibre con limón y te masajeé las sienes, quería conservarte conmigo, pero a la mañana siguiente, con un potente estornudo, dejaste salir a tu fantasma del cuerpo. Te transformaste en una cáscara. A tu fantasma lo vi salir, lo saludé con la mano, me quedé con tu calavera en los brazos y cuando ya no pudiste escucharme, te susurré “fueron unas muy lindas vacaciones, muchas gracias”.
La vida es una arcada que se confunde entre el llanto y la risa.
Dibujo de Misael Garrido.
Misael Garrido. Dramaturgo y director. Egresado de la carrera en dramaturgia en CasAzul, Artes escénicas Argos. Radica en México desde los 4 años. Como dramaturgo ha escrito las obras Una cosa descaradamente buena, Jautulib indierd, Vol. 2, Algo sobre el mar, Personas haciendo cosas (laureada con el segundo lugar en el 5° premio a la joven dramaturgia independiente 2017), Cazar panteras y La primavera. También colaboró en la dramaturgia de la obra Zeus 4.3 o de la rapsodia estudiantil y la obra La ruta nos aportó otro paso natural, coescrita con Gabriela Guraieb. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, generación 2019-2020.
Misa participó con Teatro Entre 2 en la intervención Tragedia sobre ruedas, un espectáculo sin frenos como actor y músico.
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