Por Ana Zavala.
La luz de Nueva Zelanda es distinta: brilla con una intensidad y claridad que la diferencia del resto del mundo. Se proyecta en los árboles, las montañas, el mar, produce las olas, sostiene a los que surfean, chispea como metal incandescente contra toda superficie. La luz de éste país es arrastrada por el viento de la Antártida, roza la piel y la quema, no se sabe si es de viento frío o calor de sol. Piel chamuscada de luz. Curtida la piel de calor. Manchas que son como mapas. Cartografía de luz.
Aotearoa, me enteré después, es el nombre Māori de Nueva Zelanda, quizá debería decir "Nueva Zelanda es el nombre blanco de Aotearoa", y significa la tierra del día permanente o extensa nube blanca. Cuando leí esta definición supe entonces que no era mi imaginación: que la luz de ésta tierra no es común; que los primeros hombres y mujeres que la conocieron lo sabían.
Una pandemia aterrorizará al mundo, miles de personas morirán de fiebre, la vida de los que sobrevivan cambiará su rumbo. Lo tangible mutará en su forma: será a través de la pantalla que podremos materializar la vida. Ansiedad, encierro, desigualdad, incertidumbre serán palabras que se apoderen de los cuerpos al dormir, al caminar, al respirar. Sin embargo, en un lugar del planeta la vida seguirá su curso, un único lugar en la Tierra donde el contacto entre los cuerpos será besos, abrazos, salivas, sudor, tinder, bumble. Un país cercano a la Antártida, donde la luz brilla con más intensidad que en ningún otro lugar, donde cientos de seres, aún desconocidos para ti, hacen el amor. Y cuando el mundo colapse, tú estarás ahí, a salvo.
Bienvenida a Aotearoa, Nueva Zelanda.
Ninguna pitonisa me regaló una profecía. ¿Por qué vine a este país? No tengo muy clara la razón, quizá porque está en el culo del mundo, porque era una región desconocida para mí, porque no tenía ni idea, porque el azar, porque quería escapar, ¿quería escapar?... Cuando salí de México pensé que me iba por un par de meses nada más, no tenía suficiente trabajo, o quizá no tenía el trabajo que me hubiera gustado tener. Me sentía constantemente rechazada, nadie me llamaba para actuar (la espera de una actriz es la más ridícula de las esperas), mis proyectos no quedaban seleccionados por ninguna institución... en fin, la definición de éxito que había construido no era compatible con la experiencia que estaba viviendo. Muy angustiada por el futuro, asustada y con el ego herido pensé "Fuga de cerebros, México, me pierdes." Y me fui... la más ridícula de las despedidas.
Primero llegué a Canadá. Pensaba que hablaba inglés, otra ridiculez que me gustaba creer. Durante este viaje me he conocido más que nunca, todos mis miedos, mi ego, mis inseguridades han quedado expuestas ¿a la luz? Me doy cuenta que me gusta ser experta en muchas cosas, aunque no sepa nada sobre ellas. ¿De dónde nace este ansioso deseo de saberlo todo, de opinar como si se tuvieran los pelos de la burra en la mano? Todo lo de antes ahora me parece ridículo: el éxito, la espera, el reconocimiento, las ganas de demostrar, tener la piel sin manchas. Ahí, en Canadá, trabajé de lo que pude: poniendo tabla roca, lijando madera, fui ayudante de cocina (qué chinga es eso), limpié casas, hoteles, baños (asco los baños), fui jardinera, corté leña. Se me partía la espalda en dos, lloraba en cada esquina, no sé si de dolor físico o de qué, pero creo que lloraba más de qué que de cualquier otra cosa.
Cuando pasaron seis meses y seguía sin ganas ni motivos para regresar a México me pregunté a dónde ir ahora. “Seguiré ahorrando”, pensé, “voy a trabajar de lo que sea en un país de primer mundo, pero que hablen inglés (para ahora sí aprenderlo) y que no sea racista, ¿a dónde pues?” ¿Un país sin racismo? ¿Eso existe?
Cuando compré mi vuelo no tenía ni idea en qué continente estaba Nueva Zelanda... “Oceanía” dice google. Suena lejos, muy lejos... bueno, pues ahí. Pum. Bienvenida a Aotearoa. Han pasado nueve meses, tengo ya la piel curtida, manchada, cartografía de luz es mi piel. ¿En busca de qué he caminado? La pitonisa no da respuestas, no se puede elaborar lo que aún revolotea dentro del cuerpo. No encontré lo que buscaba: no trabajo, hay racismo, y sin embargo hay luz, una luz distinta a la del resto del mundo, una luz que es silencio.
Aotearoa calienta los cuerpos, los moviliza hacia el amor... Hay besos, hay saliva, hay penes, vaginas, caricias, hay noches, hay días, abrazos, bailes. El único lugar del mundo donde los besos con desconocidos se practican sin miedo. Un país cercano a la Antártida, donde la luz brilla con más intensidad, donde cientos de seres, aún desconocidos para ti, hacen el amor. Y cuando el mundo colapse, tú estarás ahí, a salvo.
Foto cortesía de Ana Zavala.
Ana Zavala. Ha trabajado profesionalmente como actriz durante 15 años y ha dirigido tres obras de teatro. Su trabajo como artista está dirigido tanto a audiencias infantiles como adultas y ha colaborado con creadores en México, Argentina, Francia y recientemente Nueva Zelanda. Ha sido becaria FONCA en distintas ocasiones. Su principal interés es cambiar al mundo, es muy ingenua. Practicante de yoga, meditación, curiosa de la vida, también ha trabajado limpiando casas, en la construcción, jardinería, como ayudante de cocina y desde 2019 no cuenta con un domicilio fijo.
Ana es colaboradora de Teatro Entre 2 desde hace varios años, participando en intervenciones como "Tragedia Sobre Ruedas, un espectáculo sin frenos" y la reflexión sobre la democracia titulada "Y ágora qué?"
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